Una familia de ovejas colaborativas Acabo de llegar de un corto viaje al sur de Chile, donde aproveché de descansar y también de reflexionar muchas cosas. En los lugares que estuve, todos muy rurales, en general no existía mucha información que permitiera al turista conocer los lindos paisajes que había visto en internet, por lo cual, tuve que recurrir a la antigua técnica: preguntarle a los lugareños. Y el resultado me sorprendió. Cada vez que me acerqué a uno de ellos solicitando ayuda, su nivel de «servicialidad» superó todas mis expectativas, no solo con uno, sino con todos. La experiencia del viaje sobrepasó lo esperado, mayoritariamente por esa actitud de ayuda espontánea que encontré en estos lugares.
Reflexioné durante unos días sobre el porqué existía este afán por colaborar en demasía con un desconocido (más allá de indicarme donde queda un lugar, me entregaban mucha más información y ayuda sin retribución alguna). Busqué el motivo por el cual existe tanta diferencia entre un lugareño y un citadino y solo encontré una respuesta: “la escasez”. Sí, justamente lo que hace colaborativo a un grupo de personas es la escasez de bienes y servicios, en estos pueblos hay falta de muchas cosas, por lo tanto, las personas necesitan de sus vecinos para poder sobrellevar la necesidad inmediata.
Por años los pueblos con baja población han generado una cultura de colaboración por escasez, es decir, dado que necesitan ayudarse entre sí para conseguir desde los objetivos básicos hasta los más complejos ha traspasado de generación en generación hasta llegar a una construcción cultural colaborativa instalada en el gen de los participantes del pueblo.
Cuando llegué al lugar, estaba cerrado y pensé que me quedaría solo con esa oveja, hasta que para mi sorpresa un señor que iba pasando por la calle en bicicleta me dijo: “¿Qué necesita?”, “Quiero comprar unos productos acá, pero está cerrado”, le respondí. “Llame ahí (me indicó una casa), ahí vive la persona que abre”. ¡Gracias! Le dije, mientras se alejaba en su bicicleta.
Comencé a llamar y después de unos minutos, apareció doña Marta, una chanquina muy seria y muy amable a la vez. Cruzó rápidamente la calle hacia donde estaban los puestos de artesanía y comenzó a abrir. Este es mi puesto, me dijo, pero le voy a abrir todos los de este lado, que son los que están a mi cargo. Y así, doña Marta abrió 6 puestos, de los cuales, en dos compré productos, solo uno de esos era el de ella, pero eso no le importó, ella promocionaba a sus compañeras como si fuese su propio negocio. Me llamó mucho la atención que ayudará sin resquemor los locales aledaños sin comisión alguna, a eso le llamo “colaboración en el gen”, ella no se cuestionó nada, solo actuó.
No tengo tantos antecedentes de las variables que generan esta llamada “colaboración en el gen”, pero creo que sin duda la escasez y los grupos reducidos de personas permiten en la cultura moderna desarrollar y mantener la colaboración como hábito. Quizás deberíamos aprender más de la Sra. Marta y empezar a colaborar sin cuestionarnos que habrá como retribución personal, pero sí en la colectividad.
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